Agosto 3




Montserrat, agosto 3, 1864                                    



Renovación del contrato matrimonial

Eran las cinco de la tarde y yo estaba en el corazón de este monte santo al sitio que anticipadamente se me
había designado. Las altas y sublimes crestas de la montaña estaban vestidas como en un día grande de gloria (ángeles, santos) pues habían de presenciar y ser testigos de nuestro contrato.

Llegada la hora de la solemnidad, llamé a la que me había dado la cita: ¡Oh la más pura, la más casta, la más
bella, la más perfecta de las vírgenes, Iglesia santa! Ya estoy aquí solo, te espero. Ven, Amada mía, ven, te espera este miserable hijo de Adán que no puede ya vivir sin ti: ¡Ven!

No se hizo esperar mucho. Apenas la llamé se hizo sentir su presencia al fondo de mi alma. Su presencia todo lo vivifica, todo lo lava, todo lo glorifica y salva.

Presente la Esposa, «¿qué quieres de mí –me dijo– qué pides»?
– Te quiero a ti, te pido a ti, porque no puedo vivir fuera de ti.
– Puesto que me quieres y me pides a mí, yo, Hija única del eterno Padre, me doy a ti toda, con todo cuanto soy y me pertenezco: tuya soy, y tuya seré eternamente; yo soy y seré tu herencia. ¿Aceptas tal don?





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